sábado, 3 de octubre de 2020

DE GUITARRAS Y GUITARREROS



La guitarra siempre me ha parecido un instrumento misterioso y se me antoja a la vez milagroso cómo unos pedazos de madera y seis cuerdas pueden dar origen a tanta belleza. 

Recuerdo como si fuera hoy el día que escuché por primera vez y de cerca una guitarra de verdad. Y resuena en mi memoria con total claridad el sonido que emitió aquel cuerpo cuando mi tío Alberto lo extrajo de su funda. Las cuerdas rozaron la tela y estas emitieron un sonido que a mí, en aquel momento, me pareció de catedral.

He de reconocer que soy bastante obsesivo con según qué cosas; cuando era niño me preocupaba de la pulcritud en el aspecto de mis juguetes y cuando fui algo más mayor, y convertí la guitarra en mi dedicación, me obsesioné con el sonido y la comodidad. La falta de entendimiento con el instrumento me provocaba frustración, enfado y un importante gasto de tiempo. Fue por este motivo, que empecé yo mismo a llevar a cabo ciertas modificaciones: lijaba la base de los huesos, los suplementaba con tiras de papel o tarjetas de crédito (destrocé muchos carnets en esa época), modificaba la profundidad de las canales de las cejuelas, combinaba tipos de tensiones, marcas de cuerdas y en momentos de máxima desesperación llegué incluso a lijar yo mismo los trastes. Esto es algo que a día de hoy me avergüenza profundamente y me clarifica que no hay nada más osado que la ignorancia.

En la mayoría de los casos nunca llegaba a estar a gusto. Arruiné varias guitarras en diferentes ocasiones, y al recordar aquellas odiseas doy gracias en el recuerdo a mis padres que sufragaron en muchas ocasiones mis atrevimientos y a todos aquellos guitarreros que con gran paciencia y sentido del humor remediaron mi escabechina. Aunque he de decir a mi favor, que el sistema “ensayo-error” es en sí la base de cualquier oficio artesano y más aún si cabe, el de la construcción de un instrumento. Es por ello que entre tanto destrozo también ha habido éxitos que me han permitido adquirir una notable destreza para la resolución de ciertos problemas cotidianos referentes a la calibración de huesos, corrección de alturas y eliminación de trasteos.

Sin embargo, y a pesar de todas las desazones, me sentía reconfortado en las guitarrerías. Hoy comprendo que era quizás mi subconsciente el que ordenaba a mi cerebro llevar a cabo aquellas ideas, a veces peregrinas, que acababan tarde o temprano siendo enmendadas en el banco de trabajo de un acreditado guitarrero. Me gustaba escuchar a Juan Montero contar anécdotas vividas junto a Pepe Marchena; reírme con los chascarrillos y expresiones granaínas de Francisco Manuel Díaz o sentir el Madrid castizo de la calle Amnistía, durante mis visitas a Mariano Conde. Sus figuras me parecen ajenas al paso del tiempo; siempre presentes, en el mismo sitio, esperando pacientemente a los artistas y aficionados que vienen y van, que aparecen y desaparecen. Siempre trabajando de forma relajada y pausada, como si la prisa fuera cosa de otro mundo. Y la memoria de las fotografías: mudas espectadoras o pequeñas ventanas a otra época. Me impacta la pérdida de la noción del tiempo que se experimenta y la agridulce nostalgia tras la despedida, siempre cariñosa.



A día de hoy, tengo la certeza de que soy guitarrista no solo gracias a mis maestros, sino también gracias a todos mis queridos guitarreros y a todas las guitarras que han pasado por mis manos. Porque a fin de cuentas, la guitarra ha sido, es y será el gran amor de mi vida. Y ya se sabe que los amores reñidos, son los más queridos.

P.D: Aquí os dejo una entrevista, o más bien una conversación, con mi estimado Juan Montero Aguilera. Grabada un 16 de junio de 2014, en su taller de Córdoba.




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