Antes de entrar en materia de comparativa
consideramos necesario señalar que nos encontramos inmersos en un sistema a
pleno rendimiento que, sin embargo, adolece de una preocupante perversión en la
formación intelectual de nuestros jóvenes, gracias a un modelo educativo corrupto,
laxo con respecto a la calidad de contenidos y sin embargo tremendamente
preocupado en los modos y formas de transmisión de los mismos. Y es
precisamente este cambio de prioridades, donde la pedagogía se sitúa por encima
de la tecnología del pensamiento.
Centrándonos en el modelo de educación
finlandesa, como paradigma de sistema educativo infantil y adolescente, debemos
reconocer su éxito siempre y cuando lo enmarquemos dentro de los términos que
exige la pedagogía posmoderna y no al margen de los mismos. De hecho, si
analizamos el modelo educativo finlandés desde un prisma científico, donde el
rigor de los contenidos es considerado el alma
mater del sistema, este constituye en sí mismo un absoluto fracaso. Si
tomamos en cuenta las palabras de Gustavo Bueno “la educación no es tanto una cuestión
de recursos cuanto una cuestión de contenidos”, podemos decir que, o sabemos
una determinada disciplina o la ignoramos. Y en ningún caso las formas en las
que los contenidos nos son transmitidos sustituyen un exhaustivo conocimiento
de los mismos.
Podemos afirmar que la pedagogía
finlandesa es una verborrea sofisticada de un sistema pedagógico que eclipsa la
ciencia, anula los contenidos científicos y los reemplaza por contenidos
ideológicos enormemente estimulantes. Si consideramos la educación como un
proceso mediante el cual se enseña a alguien a razonar, el sistema educativo ha
de tener como fin último instruir al ser humano en la capacidad de pensar. Por
lo tanto, no se puede enseñar a razonar si antes no se sabe pensar. Y la
realidad es que, o se dominan intelectualmente los mecanismos tecnológicos de
las distintas áreas del saber humano o es imposible poder llegar a cualquier
tipo de verdad, por simple que esta sea.
El modelo educativo
finlandés es tomado como referencia por el sistema pedagógico español para
convertirse en una forma estructurada y concienzudamente organizada de turbación
de los conocimientos, relegando a un segundo plano la excelencia en el dominio de
los mismos para centrarse en las actitudes y sentimientos del estudiante ante el
aprendizaje, ya no de algo en particular, sino de todo en general. Aprender lo
que nos gusta y en todo momento de la forma en que nos gusta; centrar la
atención en cómo se asimila un conocimiento y no en el contenido y calidad del
mismo. La pedagogía posmoderna define este procedimiento con un infinitivo
redundante: aprender a aprender.
De igual manera, podemos decir que esta forma de pedagogía se ha convertido en enseñar lo que no se sabe; dirigir la enseñanza de un campo determinado del saber sin llegar a la mínima comprensión científica del mismo. Porque si lo que pretendemos es diluir la educación en la pedagogía y lo que queremos es sustituirla por la razón, estaremos negando la vital importancia del desenvolvimiento intelectual necesario para un dominio eficiente de lo que se hace dentro de las exigencias operativas reales que exige nuestro mundo.
La pedagogía triunfa cuando una sociedad fracasa a nivel educativo, y el triunfo de la pedagogía es la felicidad en el seno de una civilización cuyo cometido y fin último no es velar por nuestros sentimientos, y desde luego tampoco por nuestra felicidad y realización personal, sino más bien proteger los contenidos y mecanismos necesarios para garantizar la propia supervivencia y perpetuidad del sistema.
Dejando a un
lado cuestiones meramente artísticas, derivadas de sus innegables facultades
cantaoras, la figura de Camarón de la Isla bien puede considerarse un caso
extraordinario y particularmente llamativo dentro de la historia reciente de
nuestro flamenco. De igual forma, podemos tomarlo como un absoluto punto de
inflexión para el oyente; un rotundo cambio de paradigma estético de eso que
entendemos por cante jondo. Esto va más allá de lo puramente musical, llegando
a calar en la concepción general que tiene el público de aquellos que hacen
flamenco y por supuesto de todos los que lo consumen. La influencia de su
persona en artistas coetáneos y posteriores y su impacto en el auditorio de
entonces y de ahora, merece un análisis, o al menos un intento de
entendimiento, de cómo ha sido ese proceso de cambio. Para unos ha sido
revolución, para otros evolución y para algunos el inicio de una cuestionable
transformación.
Hacer este
estudio desde un prisma sociológico, dentro y fuera del flamenco, atendiendo a
los antecedentes musicales, a la propia ideología del flamenco y al contexto
político-social de la época, nos puede ayudar a comprender de qué forma se ha
dado ese cambio en los gustos y por qué ha sido Camarón el protagonista de tal
proceso. Es conveniente además, señalar y dejar constancia desde este mismo
momento, que para el caso que nos ocupa, existen dos caras de una misma moneda.
¿Y en qué no? En esencia toda gran realidad no es más que un cúmulo de pequeñas
realidades que son existentes o inexistentes en tanto en cuanto decidimos que
así lo sean. Sin embargo, y dejando a un lado aspectos puramente filosóficos,
podemos asegurar que esto que traemos entre manos es un duro de plata que lleva
circulando por nuestros bolsillos la friolera ya de medio siglo.
Podemos decir,
a bote pronto y casi sin despeinarnos, que han existido y siguen existiendo dos
José Monge Cruz: uno es el “Camarón cantaor” y otro es el “Camarón fenómeno”.
Pueden parecer la misma persona, y desde luego lo son, pero ambos se
manifiestan de forma bien distinta y claramente diferenciable. Profundizaremos
en ello a lo largo del desarrollo de este análisis, pero podemos asegurar a
priori, que de forma inconsciente a menudo confundimos ambos individuos y
hacemos de ellos uno solo. Y no es de extrañar, puesto que en cierta manera
ambas figuras son indisociables la una de la otra, al menos de forma aparente
para el consumidor desapegado o liberado de cualquier actitud reflexiva ante
cualquier cuestión de artística naturaleza.
Esta disolución
entre obra y persona se da por norma general en la inmensa mayoría de artistas,
y en este caso particular también se manifiesta en aquellos cantaores que ven
su reflejo profesional en el espejo de Camarón y también en aquellos que
quieren apartarse de esa estela arrasadora. Sin embargo, para la realización de
un estudio más pormenorizado sobre qué supuso el de la Isla para el flamenco, y
por extensión también para la sociedad de entonces y de ahora, conviene hacer
un ejercicio de disociación de ambas realidades, procurando no caer en ese
totum revolutum que caracteriza el saco de virtudes y defectos de todo aquel
que es genio y figura hasta la sepultura.
DE MAIRENA A CAMARÓN
Antonio Mairena. Esa montaña enorme y oronda, rotunda
de razón incorpórea, ha regalado a los habitantes de sus laderas sombras más
frescas de incógnitas que de certezas. Ser gitano se convirtió en algo que iba
más allá de lo racial. Sí, sabemos que “raza” es un término políticamente
incorrecto hoy por hoy, así que a partir de ahora usaremos “étnico” para no
ofender a nadie, aunque el amable lector ya sabrá el término que quiero emplear
cuando utilice el que debo usar. Lo étnico se convirtió en algo que debía ser
llevado con orgullo. Sin embargo eso acostumbra a ser algo que no se puede
escoger; y es una categoría a la que tampoco se puede acceder por méritos
propios (todo buen gitano tiene a bien recordar esto último cuando algún payo
se pone estupendo). El que es gachó muere siéndolo, por muy intensos que sean
los esfuerzos contrarios. Si en aquellos 60 se pudiera haber escogido ser
gitano o se hubiera celebrado un referéndum flamenco para la unánime
conversión, no se habría salvado ni el apuntador más payo.
De cualquier forma, no queda aún muy claro si eso del
gitanismo es bueno o malo. Es decir, sí sabemos que ser gitano era considerado
una categoría superior en términos flamencos; tanto era así, que incluso los
payos comenzaron a hacer todo lo posible por parecerlo. Y había muchas opciones
para tal empresa. Algunos incluso llegaron a cambiar la propia anatomía de su
aparato fonador a base de lo que deducimos era un intento por afillar la voz. A
muchos les costó incluso la salud de sus cuerdas vocales, porque ciertas cosas
no hay cuerpo que las aguante.
Sin embargo, si atendemos a la connotación del -ismo,
nos podemos cuestionar si gitanismo es una categorización referente a un estilo
artístico, un movimiento social, una ideología social o una simple actitud ante
la vida. Sin embargo todo buen aficionado al cante flamenco acaba antes o
después identificando este concepto con un tal Antonio Mairena, y por lógica
asociación de ideas, el término gitanismo ahora se convierte en mairenismo.
Esta individualización de ese concepto étnico, y que va más allá de lo
puramente artístico, ahora se concreta en una sola persona, y pasa a
convertirse en un arma de doble filo, blandida por artistas y público con
bastante vigorosidad.
Por un lado, la comunidad de cantaores empieza a
asociar las ideas gitanistas de Mairena al propio Mairena, como cabeza visible,
carismática y con un discurso más o menos entendible para los flamencos de la
época, aunque indudablemente había entre bambalinas algo más de chicha
intelectual. Es por tanto, considerado como un ente aislado que pretende sentar
cátedra; y en mayor o menor medida, lo consigue. Pasa el gitanismo de ser un
cúmulo de ideas a una imitación estética y formal de las hechuras cantaoras del
gran Antonio, con lo ideológico simplemente como telón de fondo. Por otra
parte, el público no especialmente ilustrado en menesteres flamencos (aunque sí
gustoso de él) acoge este gitanismo convertido en mairenismo desde la más
absoluta admiración y perplejidad. Se convierte en algo que a la intelectualidad
y pseudointelectualidad se le antoja exótico, casi sectario, e incluso random.
El público aficionado por su parte ve en el mairenismo el paradigma de cante
bien hecho y dicho. Como Dios manda.
Tomado de forma más templada, es un concepto podríamos
decir casi folclorista, en el que lo más importante es el principio de
conservación, basado en una transmisión fiel, procurando no desvirtuar nada;
aprenderse los estilos como son, porque ¿qué es eso de inventar o cambiar lo
que dejó hecho y bien hecho Enrique el Mellizo?. Es esta la primera y más
consistente contradicción puesto que ser gitano no es condición sine qua non
para ser docto en esto del cante. Es más, se empieza a aceptar con total
tranquilidad el hecho de que se puede llegar a cantar dignamente, siempre y
cuando se reúnan dos virtudes que son sagradas: mucha afición y un vasto
conocimiento de todos y cada uno de los estilos. Esta disposición erudita
empezó a tomarse como una especie de salvoconducto para pasar la aduana del
gitanismo, y era además un título homologado en términos de pureza, por lo que
aunque no se reunían las dos condiciones óptimas del mairenismo, esto es, ser
gitano y sabio, al menos con la segunda uno aguantaba el tipo y lo que era
mejor: no se dejaba la vida en el intento.
Por lo tanto ya podemos decir que el
gitanismo/mairenismo atiende a tres, aparentemente bien distintas, realidades.
En primer lugar, los artistas lo toman como un referente en lo que a forma de
cantar se refiere; algo así como un faro que guía con su luz a través de las
tormentosas aguas del quebranto flamenco. En segundo lugar, el público con una
afición moderada, que toma toda esta pomada como algo curioso y casi morboso
(esa diatriba entre gitanos y payos era cuanto menos emocionante). Y por último
el más exigente de todos ellos, aquel que no se conforma con cualquier cosa: el
aficionado entendido; ese que toma el mairenismo como el evangelio del cante,
porque Dios o Mairena nos libre de todo aquel que no se acoja a la norma
incorpórea del cante y atente deliberadamente contra el decálogo de los
mandamientos mairenistas.
Esta declaración de intenciones para con el cante,
revestida de eso que entendemos por pureza, y justificada por una conciencia
etnocéntrica que comparten gitanos y payos por igual, y que cala de igual
medida en el público consumidor de flamenco, supone precisamente el primer
punto diferenciador con la corriente cantaora que abre Camarón. Volviendo a la
categorización mencionada al principio, en la que hemos señalado al menos dos
posibles fenómenos distintos, pero que se suceden a través de la misma persona,
procedemos a una explicación algo más detalla.
1. Camarón cantaor
Si atendemos su dimensión como ejecutante del cante
nos encontramos con un rasgo fuertemente diferenciador: Camarón es un cantaor
que se impone al propio cante. Es decir, mientras que en la corriente
mairenista la asociación entre gitano y pureza se da en igual medida que
cantaor y enciclopedismo, con la llegada de Camarón esos rasgos intelectuales
de preservación de la tradición de los cantes, conservación de las formas
gitanas desde su prisma más colectivo y en definitiva una supeditación del
individuo a ese éter que es el cante jondo, propiedad del pueblo gitano, y que
Mairena describió a su manera como razón incorpórea.
Pero Camarón abre una nueva dimensión; exalta la
individualidad del cantaor, la antepone al sentido de camaradería étnica y usa
las formas del cante ortodoxo como una vía para la exaltación de su propia
personalidad. El amable lector, imagino que estará pensando que este brillo de
la particularidad y originalidad del artista no es una característica exclusiva
del de la Isla, y que se ha visto con anterioridad en otras figuras del cante.
Puede que nos vengan a la mente artistas como Enrique Morente o Pepe Marchena,
por poner dos ejemplos bastante paradigmáticos. Efectivamente así es, pero
entre los que acabamos de mencionar y el protagonista de nuestra disertación
sigue habiendo una diferencia insalvable: la actitud.
Marchena por ejemplo es de una creatividad y
personalidad absolutas, un verdadero adelantado a su tiempo y un caso
irrepetible. Pero en su persona vemos una filosofía creativa en la que la
memorización de estilos y la vasta asimilación de sus variantes se convierten
en un motor que sirve de pretexto creativo. De forma parecida Morente hace y
deshace el cante a base de imprimirle giros totalmente propios, improvisatorios
y cargados de un lirismo maravilloso. El público por su parte aplaude esta
capacidad de transgresión de la forma tradicional del cante hecha casi en
tiempo real; maravilla su capacidad para transformar y mejorar a base de
preciosos melismas e inflexiones que buscan siempre un nuevo giro de tuerca,
una cadencia distinta a la que el aficionado está acostumbrado o una sorpresa
que viene en el momento justo, para romper nuestra zona de confort.
Camarón logra en el público un efecto de impacto
semejante pero lo hace de una forma diametralmente opuesta: no le interesa
romper la estructura melódica y formal de nada, porque básicamente no le hace
ninguna falta. Sus facultades vocales o mejor dicho, sus cualidades cantaoras,
le llevan a posicionarse en un extremo expresivo basado en la no canalización
del esfuerzo propio del acto de cantar; es un torrente que se lleva a su paso
el contenido propio del cante, su significado y cualquier atisbo de sutileza
semántica, sin destruir en ningún momento los cimientos del mismo. Si escuchamos
a Camarón por alegrías, por ejemplo, podemos observar que no modifica o altera
absolutamente nada, ni a nivel formal ni a nivel melódico. Camarón desarrolla
los distintos palos en base a un total tradicionalismo.
¿Dónde reside entonces su valor transgresor? En los
modos. Es algo por supuesto muy difícil de definir; pero la forma desgarrada de
rematar los tercios, la velocidad de su voz y estar siempre al límite de sus
fuerzas, es precisamente lo que entronca con la sensibilidad del público que le
escucha. Esa aparente fortaleza de animal salvaje acorralado, se antoja
quebrantable en los momentos más críticos y provoca en el oyente un sentimiento
de auxilio; el que escucha se implica como parte afectada, sufre porque siente
que el que está arriba no va a llegar, aún a sabiendas de que sí lo hará.
Camarón suscita un riesgo provocativo y adictivo; una montaña rusa de la que se
espera esa sensación de vuelco en el estómago. Es a partir de este momento que
se abre un nuevo nicho de mercado para el consumidor flamenco: el cante ha de
estar al límite de las fuerzas físicas, el que emite debe dejarse (o dar la
sensación de dejarse) el pellejo y el alma.
2. Camarón fenómeno
El más hambriento de los dos. Eclipsa al cantaor y
puede decirse que en la mayoría de ocasiones lo fagocita de forma voraz, sin
dejar rastro alguno. Camarón fenómeno ha supuesto para el cante flamenco un
cambio de paradigma que a priori puede parecer musical: una transgresión de la
ortodoxia al introducir elementos propios de otras músicas. Eso que llamamos
hibridación es sin embargo en Camarón algo anecdótico y desde luego para nada
pionero. De hecho el cantaor se une a esa explosión de libertad y deseo de
cambio que trae consigo los años 70, en todos y cada uno de los ámbitos
artísticos de nuestro país. La música se convierte en un arma social de
reivindicación y exaltación de la libertad de expresión, tantos años reprimida.
El de la Isla es un gitano temprano que se encuentra
en este momento desarrollando su carrera en Madrid. Ve con sus propios ojos una
juventud que quiere vivir lo más intensamente posible: hazlo deprisa, muere
joven y deja un bonito cadáver. La movida madrileña, los laboratorios de música
y el ambiente glam se mezclan con el paisanaje castizo y se
crea un mare magnum de tabernas madrileñas, garitos de moda, tablaos flamencos
y bares enfocados en atraer a la intelectualidad progre de la capital. La concepción
de la Leyenda del tiempo obedece a este hervidero de ideas, que si bien para el
flamenco resultan peregrinas, no lo son para nada para el resto de
manifestaciones musicales. Solo tenemos que recordar a grupos como Triana, las
Grecas o Lole y Manuel. ¿Cantar en clave flamenca la obra de algún importante
poeta español? También se había hecho ya; el propio Enrique Morente graba dos
años antes Despegando, trabajo en el que rinde homenaje con su voz al poeta
Miguel Hernández.
A partir de ahora el cantaor flamenco deja de ser el
epicentro de su propio universo y se convierte en planeta de un cosmos
compartido. Pide permiso para orbitar junto a otros cuerpos musicales en la
búsqueda de una experiencia tribal y casi religiosa, en la que el flamenco es
un lenguaje más de esa fusión que busca el éxtasis en la propia práctica
artística.
La figura del gitano, tímido e inculto, se convierte
en algo atractivo para las cabezas pensantes de la música y también para el
oyente; un diamante en bruto, un chorro de voz sin filtro, con una intuición y
sensibilidad innatas, influenciado por unos que sí saben de las tendencias del
mercado musical, de nuevas tendencias y de modernidad. Ricardo Pachón, Kiko
Veneno y Paco de Lucía son algunas de las cabezas pensantes encargadas de
golpear y dar forma al hierro incandescente que es Camarón.
Esta filosofía de artista flamenco calará
profundamente en la comunidad, especialmente en la gitana. Se ve a Camarón como
un ejemplo de vida semejante al de muchos otros gitanos jóvenes, y por tanto se
empieza a emular esa actitud ante el flamenco. Libertad y expresividad gitana
en el formato comercial de las músicas modernas, cercanas al rock y al pop, por
lo que el público aficionado empieza sin darse cuenta a experimentar un cambio
de concepto. La estética de Camarón rompe de nuevo moldes y lo hace volviendo
otra vez la mirada a lo extranjero; busca una imagen de rockero semejante a la
de un Mike Jagger. Es extravagante como Miles Davis y es un ídolo tímido como lo
era Michael Jackson. Se sale del tiesto y acerca a la juventud gitana la
posibilidad de ser rompedor sin un conocimiento o interés de qué se quiere
romper.
Lo flamenco se relega a un segundo plano, dejando paso
a lo gitano, como símbolo de modernidad y transgresión. Ahora el público se
divide en aficionados al flamenco o aficionados al cante gitano y alguien se
inventa el término cante canastero para definir eso que hace el de la Isla. O
cantas flamenco o cantas canastero. El propio Camarón supone una carga étnica
tan rotunda que el cisma del público es aún más pronunciado: aficionados al
cante flamenco o aficionados a Camarón. Lo flamenco (gitano o no) pasa a ser
considerado algo más folclórico y arcaico, mientras que el cante gitano,
canastero o camaronero, es tomado como un símbolo de exacerbación étnica;
reflejo también de modernidad, progreso y evolución del flamenco.
CONCLUSIONES
Camarón se convierte en un símbolo gitano y por
extensión también del flamenco que hacen los gitanos. Gusta al aficionado y
encanta al que no lo es; reduce el propio flamenco a un reducido tipo de
repertorio, basado en tangos y bulerías y en la forma camaronera de cantarlas.
El de la Isla no usa los arquetipos gitanos o el peso cultural étnico de este
pueblo para justificar lo que hace; es más bien su personalidad la que se
impone a la comunidad gitana y por tanto también a un importante sector del
propio flamenco.
En las últimas tres décadas se ha venido creando un
numeroso club de profesionales y aficionados, simpatizantes y seguidores de la
figura de Camarón en toda su dimensión. Bajo la opinión de este que escribe, y
declarándose profundo admirador de su arte, me atrevo a decir que de ese
ateneo, José Monge Cruz Camarón de la Isla, muy probablemente se desmarcaría. A
fin de cuentas y de forma paradójica, él siempre quiso cantar como los
flamencos viejos.