La tolerancia es en sí mismo un concepto carente
de sentido, y solo puede cobrar algo de significado cuando es atravesado o envuelto
por otras ideas, como la de intolerancia, que es de hecho la más importante de
todas ellas. Por lo tanto
podemos definir la tolerancia como la intolerancia de la intolerancia; dicho de
otra forma, la tolerancia es en esencia la negación de la intolerancia. Para
entender esta paradoja algo mejor, podemos establecer una similitud con la
equivalencia algebraica de – x – = +, o con la tan conocida construcción
sintáctica “los amigos de mis enemigos son mis enemigos”.
La tolerancia no es en ningún
caso una virtud en sí misma, al igual que ocurre con otros conceptos como el de
sinceridad, solidaridad o coherencia. De hecho, ninguno de ellos posee un valor
universal capaz de funcionar en abstracto; más bien son funciones que deben
concretarse según ciertos parámetros éticos y morales bastante bien delineados
dentro de la sociedad en la que operan. La solidaridad de Robin Hood era loable
sólo para aquellos que se beneficiaban de ella; la violencia de una banda
terrorista no tiene para la sociedad ningún sentido o justificación, pese a que
la coherencia ideológica sea el valor más elevado de tal empresa. Con la
sinceridad ocurre lo mismo; ser sincero es una virtud únicamente en función de
aquello sobre lo que nos sinceramos y preferiblemente si tenemos en cuenta ante
quien nos sinceramos. De lo contrario nuestra estimada sinceridad puede llegar
a ser bastante dañina para la persona hacia la que va dirigida y como
consecuencia puede convertirse en una importante fuente de conflicto social.
Volviendo al concepto de
tolerancia, podemos decir que su función es aleo-relativa y no reflexiva, es
decir, no se da con uno mismo sino con respecto a algo o alguien extrínseco. Todo
va a depender de qué o a quién toleremos. De esta forma estimamos como algo
virtuoso el ser tolerante con el tolerante, pero consideramos deleznable
adquirir una postura tolerante con el que es intolerante. Además, la tolerancia
necesita de cierta anticipación, e incluso del conocimiento de que ciertos
comportamientos pueden provocar una situación que no ha de ser tolerada. Es la
tolerancia por tanto un estado permanente de alerta hacia la manifestación de
ciertos rasgos de intolerancia y por lo tanto ni siquiera la tolerancia se
tiene como objeto así misma, porque su centro referencial vuelve a ser de nuevo
la intolerancia.
Así pues la tolerancia como arma
contra el mal supone un nuevo conflicto filosófico, y aquí nos vemos obligados
a hacer referencia a la tesis Santo Tomás, y decir que el mal puede ser un bien
en función de otros males. Dicho de otra forma, un mal puede ser considerado
bueno entre otros males si es en esencia el menor de todos ellos; es lo que
denominamos comúnmente como un “mal menor”. La tolerancia es por tanto la
posibilidad de retirar la influencia causal y maligna que alguien tiene sobre
mí o la capacidad de frenar al otro para así evitar un mal mayor.
Por todo ello podemos afirmar que
la tolerancia resulta del conflicto de intolerancias y que es además un
concepto asimétrico en tanto en cuanto un individuo solo puede ser tolerante
con algo en la medida en que ese algo puede ser suprimido de su vida, es decir,
en función de lo prescindible que sea el propio objeto de tolerancia. De hecho,
si ese algo no se puede suprimir, no hay lugar para la tolerancia puesto que no
hay alternativa posible. Es por ello que para Goethe la tolerancia es sinónimo
de agravio, ya que no puedo tolerar cuando no tengo posibilidad o capacidad de
exigir lo contrario. De esta forma, podemos decir que la idea de tolerancia no
surge como una virtud (como se cree a partir del XIX), sino más bien como el
resultado casi mecánico de resistencias ante la opresión de la intolerancia.
La tolerancia tiene además una
función aleo-relativa y no reflexiva; no se da con uno mismo sino con respecto
a otros, es decir, entre dos o más agentes operatorios. Es por ello que en un
plano institucional nos referimos al sentido de tolerancia dentro del marco social
que delimita un estado confesional como el nuestro. La iglesia católica, por
ejemplo, es la religión oficial y sin embargo se tolera el culto de otras
religiones. La tolerancia no es por tanto opcional ya que el propio estado
garantiza la libertad de credo y por ende la práctica de costumbres asociadas a
él. Por lo tanto la intolerancia hacia el que profesa otra religión es
insustancial e innecesaria en tanto en cuanto esta se diluye dentro del marco
legal de nuestro sistema democrático que la autoriza.
En un plano más individual la
tolerancia se manifiesta de forma pasiva como la indiferencia ante lo que
representa el otro, y de forma activa cuando se manifiesta como condescendencia
ante actitudes o comportamientos que consideramos inferiores. De hecho, la
intolerancia es usada como excusa para manifestar cuán tolerantes somos, para
de esta forma auto-posicionarnos en un nivel moral más elevado y que nuestra
supuesta tolerancia juzgue la intolerancia del otro, convirtiéndonos
automáticamente en unos intolerantes de manual, puesto que no aceptamos que el
otro carezca de esa virtud que nosotros afortunadamente sí poseemos.
En términos de educación, la
tolerancia pasiva es vista como enemiga puesto que se traduce en una cierta indiferencia,
e incluso apatía, ante la recepción y asimilación de nuevos conocimientos, algo
que por otra parte imposibilita en gran medida el propio proceso educativo y
por tanto malogra el fin último de la educación o al menos no deja que se
desarrolle en todo su esplendor. Por otra parte, la tolerancia activa obliga a cuestionar,
rebatir y refutar no solo al educador, sino también al propio educando; se
produce un cuestionamiento intrínseco de lo que no se sabe o hasta qué punto se
sabe algo. Es por ello que la intolerancia ante el propio desconocimiento pone
en funcionamiento todos los mecanismos necesarios para la adquisición de ese conocimiento.
A un nivel menos jerárquico y abstracto
la tolerancia activa obliga al educando a tomar en serio al que se sienta a su
lado y abrir así la posibilidad de refutarle, o simplemente de ejercer su
libertad ablativa ante una agresión, algo que acaba por norma general con una
ruptura automática en el proceso de dialogo y por tanto también del clima de
respeto en el aula, que es por norma general una muestra más de intolerancia,
si lo consideremos fruto de la más absoluta indiferencia hacia las ideas del
otro. Por lo tanto no existe la tolerancia como virtud educativa dentro del
marco democrático, puesto que esta acaba de forma irremediable en intolerancia;
al igual que la tolerancia del educador o del educando, así como la actitud
tolerante de ambos ante el propio objeto del aprendizaje, son en esencia muestras
de una intolerancia manifiesta ante los principios y fines de la propia
educación.
Hola Álvaro; enhorabuena por tu blog, en todas tus entradas se nota el dominio que manejas en la materia de la que hablas. Me resulta interesante tu punto de vista de ciertos conceptos como el de este blog, la intolerancia, o como compartiste esta semana en clase, sobre la cultura.
ResponderEliminarUn punto de vista diferente siempre enseña mucho más que uno igual.
¡Un abrazo!
Hola Álvaro, me ha costado leerte un par de veces porque la verdad planteas ideas interesantes y complejas, según leía pasaba de estar de acuerdo en parte a estar en desacuerdo y al revés. Como explicas en la entrada es un tema complejo el de la tolerancia y la intolerancia, mi opinión, es que tanto tolerancia como intolerancia deben tener límites, aunque es algo complejo porque ¿Dónde ponemos esos límites? Y quien decide esos límites también. Aunque creo que el tema de la tolerancia va para largo en el mundo en el que vivimos, mi idea es que solo debería ser tolerable aquello que no oprime o coarta la libertad de otro, no se que opinión tienes tú sobre ¿Qué debe ser tolerable?
ResponderEliminarNos vemos.
¿Estás seguro de que tu vocación es ser músico? Eres un verdadero crack y sabes un montón. Se nota que al contrario que yo, has leído los libros de las estanterías de casa. Muy buen post!
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